lunes, 16 de agosto de 2010

LOS RESTOS DEL DÍA de Kazuo Ishiguro


Ishiguro (Japón, 1954) llegó a mí con su obra: “Los restos de día” en 1991. Fue el regalo de un amigo un tarde cualquiera. Una invitación casual a una copa de buen vino. Estas invitaciones las acepto siempre. “Los restos del día” fue un descubrimiento que degusté con absoluta intensidad. Os confesaré que el título me fascinó. ¡Era tan evocador! La razón obedecía a que por aquellos años yo me dedicaba, casi en exclusiva, a otros asuntos relacionados con “los trabajos y los días” en donde no había lugar para los “restos de la vida”.
No tardé muchas horas en prendarme de la historia y de la exquisitez con la que el autor la había pensado y escrito. Había tanta contención en los sentimientos, tanta falta de espontaneidad, tanta renuncia, tanta resignación asumida como forma “digna” de vivir, tanto servilismo atento y ausente, tanta cárcel sin alma, tanto tiempo para otros y al servicio de otros y tanta decepción irremediable, que de vez en cuando tenía que “respirar” para continuar con la lectura. Pensé en una forma de esclavitud sofisticada y cruel: la que nos impone la costumbre, los prejuicios y la irreflexión. Lo cierto, es que la novela me pareció un ejercicio literario sumamente brillante, digno sólo de un escritor genial.
Su versión cinematográfica con el título: “Lo que queda del día”, se vio respaldado por las destacadas interpretaciones de Anthony Hopkins y Emma Thompson, dirigida por el norteamericano James Ivory en 1993. Sin embargo, en mi opinión, y a pesar de ser una excelente película, no pudo superar, en modo alguno, a la novela.
Espero que mister Stevens os conduzca, en el primer viaje en el que dispone de “tiempo a su gusto”, por los paisajes de su vida. Viajareis desde Darlington Hall hasta miss Kenton, en Weymouth. Y espero también que en algún instante de ese viaje os sorprendáis prestándole vuestra voz a sus sentimientos. Animándolo a vivir y a no dejarse morir bajo falsos y absurdos pretextos.
¡Buen viaje!
P.S: tal vez cambiéis el día por la noche.

La historia que nos regala Ishiguro transcurre en Inglaterra en 1956. Stevens, el narrador, durante treinta años ha sido mayordomo de Darlington Hall. Lord Darlington murió hace tres años, y la propiedad pertenece ahora a un norteamericano. El mayordomo, por primera vez en su vida, hará un viaje. Su nuevo patrón regresará por unas semanas a su país, y le ha ofrecido su coche, el que fuera de Lord Darlington, para que disfrute de unas vacaciones y Stevens, en el antiguo, lento y señorial auto de sus patrones, cruzará durante días Inglaterra rumbo a Weymouth, donde vive miss Kenton, antigua ama de llaves de Darlington Hall.
Y jornada a jornada, Ishiguro extenderá ante el lector una novela perfecta repleta de claroscuros, de disfraces que apenas se deslizan para desvelar una realidad mucho más amarga que los “grandiosos” paisajes que el mayordomo va recorriendo tomándo como guía el libro de mistress Symons : “Las maravillas de Inglaterra”
La novela constituye una lúcida y triste reflexión acerca de la vacuidad e inutilidad de tantas vidas humanas, emitidas en las efemérides de un típico mayordomo inglés que, en primera persona, va recapitulando las distintas particularidades que han marcado su experiencia “profesional”, para acabar constatando cómo ha malgastado su vida neciamente y ya de un modo irreparable.
Es a la vez una sórdida historia de amor y una escalofriante perspectiva de la confabulación a favor del nazismo y de la impotencia que siente un ser humano cuando alcanza a comprender que ha renunciado a su vida a cambio de haber cumplido con lo que creía que era “su deber”, su “dignidad”, “su profesión”, “su trabajo”.
Mister Stevens descubre, y también el lector, que hay algo aún más infame que haber servido a un hombre indigno.

Hay dos fragmentos que no me he resignado a dejar de desvelar. Espero que sean lo suficientemente elocuentes para suscitar en vosotros el interés por ésta gran historia.

“Había una historia que a mi padre le gustaba contar muy a menudo. Siendo yo niño, e incluso más tarde, en mis primeros años de lacayo bajo su supervisión, solía escucharle cuando la contaba a las visitas.
Recuerdo que volvió a contarla el día que fui a verle tras obtener mi primer puesto de mayordomo, en casa de los Muggeridge, una propiedad relativamente modesta situada en Allshot, en Oxfordshire.
Evidentemente, se trataba de una historia que para él significaba mucho. La generación de mi padre no tenía costumbre de analizar y discutir todo como hace la nuestra, por eso creo que la reflexión más crítica que mi padre llegó a realizar referente a su profesión fue esta historia que no dejó nunca de contar. En este sentido, podemos decir que la anécdota representa una pista esencial para conocer las ideas de mi padre.
Al parecer, era una historia verídica sobre un mayordomo que había viajado con su señor a la India, donde le sirvió durante muchos años manteniendo entre el personal nativo el mismo nivel de perfección que había sabido imponer en Inglaterra. Una tarde, como era habitual, nuestro hombre entró en el comedor para asegurarse de que todo estaba listo para la cena, y descubrió que debajo de la mesa había un tigre moribundo. El mayordomo abandonó en silencio el comedor, se aseguró de cerrar bien la puerta y se dirigió sin prisas al salón en que su señor tomaba el té con algunos invitados. Tosiendo educadamente, llamó la atención de su patrón y, acto seguido, acercándosele al oído, susurró:
-Discúlpeme, señor, pero creo que hay un tigre en el comedor. ¿Me permite que utilice el rifle?
Y según dicen, unos minutos después, el patrón y sus invitados oyeron tres disparos; cuando algo más tarde el mayordomo volvió a aparecer en el salón para rellenar las teteras, el dueño de la casa le preguntó si todo estaba en orden.
-Perfectamente, señor. Gracias -fue la respuesta-. La cena será servida a la hora habitual, y me complace decirle que no quedará huella alguna de lo ocurrido.
Esta frase, «no quedará huella alguna de lo ocurrido», es la que mi padre repetía siempre con más agrado, entre risas y gestos de admiración. Nunca mencionó el nombre del mayordomo, y no le oí decir si había alguien que le hubiese conocido; sin embargo siempre insistía en que los hechos habían acontecido tal y como él los describía. En cualquier caso, lo más importante no es saber si la historia es o no cierta. Lo interesante es, naturalmente, que la historia transmite en cierto modo las ideas de mi padre, ya que cuando pienso en su trayectoria profesional me doy cuenta de que a lo largo de toda su vida se esforzó por ser el mayordomo de su historia, y, a mi juicio, en el momento cumbre de su carrera mi padre logró lo que tanto ambicionaba. Aunque tengo la certidumbre de que nunca tuvo ocasión de encontrarse con un tigre debajo de la mesa del comedor, puedo citar varias ocasiones en las que pudo hacer gala de esa cualidad especial que tanto admiraba en el mayordomo de su historia”


“Miss Kenton seguía esperándome en el vestíbulo, en el mismo lugar desde donde me había llamado. Al verme salir, se encaminó en silencio hacia la escalera con una expresión extrañamente serena. Acto seguido se volvió y me dijo:
-Lo lamento mucho, mister Stevens. Su padre falleció hará aproximadamente unos cuatro minutos.
-Ya.
Se miró las manos y después, levantando de nuevo la mirada, añadió: -Lo siento mucho, mister Stevens. Quisiera poder decirle algo que le sirviera de consuelo.
-No es necesario, miss Kenton.
-El doctor Meredith todavía no ha llegado. -Durante un momento mantuvo la cabeza gacha, y de pronto soltó un sollozo. Casi al instante recobró la calma y preguntó con voz templada-: ¿Quiere subir a verle?
-Ahora estoy muy ocupado, miss Kenton. Quizá suba dentro de un rato.
-En ese caso, permítame que sea yo quien le cierre los ojos.
-Se lo agradecería mucho, miss Kenton.
Empezó a subir la escalera, pero la detuve y le dije:
-Miss Kenton, no me juzgue mal si no subo a ver a mi padre en el estado en que se encuentra, se lo ruego.
Estoy seguro de que a él le gustaría que siguiera con mi trabajo.
-Claro, mister Stevens.
-Si obrara de otro modo, creo que le decepcionaría.
-Claro, mister Stevens.
Me volví con la botella de oporto aún en mi bandeja y entré de nuevo en la sala de fumar. Ésta,
relativamente pequeña, parecía una selva de trajes de etiqueta, cabellos grises puros humeantes. Busqué copas vacías para volverlas a llenar, sorteando a numerosos caballeros”
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